Nacido en Bogotá el 6 de diciembre de 1900, Germán Arciniegas responde por su vitalismo, erudición y carácter humanista, al perfil de un intelectual de los treinta. Autor de más de cincuenta libros, aún nos sorprende con dos columnas semanales en El Tiempo de Bogotá, conmoviéndonos con su lucidez y coherencia, con su apego a un continente que ha sido el centro de sus preocupaciones, el punto hacia el que ha volcado toda su potencia creadora, su ingenio y capacidad argumentativa.
Al igual que Mariátegui y Asturias, Arciniegas muestra sus inquietudes sociales y destaca por su activismo tempranamente. En 1920, siendo estudiante de derecho en la Universidad Nacional, es elegido secretario de la Federación de Estudiantes donde duró diez años y fundó la revista La voz de la juventud (1919-1920). Colaboró con El Tiempo desde 1919. Por aquellos años mantuvo correspondencia con destacados intelectuales como José Vasconcelos en México, Víctor Raúl Haya de la Torre en Perú y Héctor Ripa Alberdi, quien había participado de cerca en la Reforma Universitaria de Córdoba. Fundó la revista Universidad (1921-1929) que se cerró con 152 números, la Revista de las Indias (1939-1944), La Revista de América (1945-1957), Cuadernos de París (1963-1965), Correo de los Andes (1979-1988) y Ediciones Colombia (1925).
En 1930 viajó a Londres como Vicecónsul de Colombia y allí escribió «El estudiante de la mesa redonda», que se publicó en Madrid en 1932, consiguiendo, de alguna manera, en este libro esa fusión de vida y literatura que caracteriza a la totalidad de su obra y aportando al ensayo una particular manera de entender la historia, que para él no debe explicarse a partir de los documentos —sujetos a manipulaciones—, sino desde la mentalidad de una época. Lo que Arciniegas ensaya en este primer libro es una forma de entregarnos un trozo de historia subrayando el asombro y la fantasía de los hechos con los que los seres humanos construyeron esa invención llamada Hispanoamérica.
Los ecos de la Reforma Universitaria de Córdoba en 1918 se escucharon también en Bogotá y Arciniegas, influido por los aires renovadores, reivindicaba por aquellos años la libertad de cátedra. Aquel movimiento estudiantil proponía abrir la universidad al pueblo e invitaba a salir de los claustros a la calle, a poner la filosofía al servicio de la vida, a hermanar lo popular y lo culto. La universidad ideal era, para los de la generación de Arciniegas, una escuela de preparación para la vida, antes que un laboratorio de cultura donde la libertad y la democracia constituían las normas fundamentales de la conducta académica. Estas ideas también inspiraron la Reforma Universitaria colombiana que constituyó una moderna orientación de los estudios, dando importancia a la sociología y proponiendo una mirada sobre el entorno y el presente e invitando a una revisión de la historiografía.
Como gestor de empresas culturales y educativas, como profesor universitario, Arciniegas ha participado activamente en el desarrollo intelectual de su país, aportando su particular visión de América no sólo desde las universidades de Colombia, sino también desde sus cursos en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Asimismo intervino en los diálogos y debates de la revista Sur: las «Relaciones Interamericanas» (1940) en el que participaron Amado Alonso, Francisco Ayala, Pedro Henríquez Ureña y Victoria Ocampo, entre otros o en el debate; sobre las dictaduras latinoamericanas (1956) con Victoria Ocampo, J. L. Borges, Bioy Casares. Su activismo se ha hecho notar incluso hasta 1992 cuando colaboró en los actos de conmemoración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América, suscitando una polémica que le valió su destitución de la presidencia de la Comisión de Colombia.
Arciniegas recibe la herencia de Bello, de Sarmiento y Vasconcelos que confían en el poder de la educación para realizar la empresa civilizadora de Hispanoamérica, pero matiza el concepto de barbarie, mostrando otras caras de la civilización. Su relación con Vasconcelos fue fluida, como se aprecia en una carta que éste le escribe en 1923, agradeciendo el gesto de los estudiantes colombianos al nombrarle Maestro de la Juventud: «Su carta me ha conmovido no sólo porque me han recordado ustedes [los estudiantes colombianos], sino porque los hijos de esta época batalladora sentimos a menudo la necesidad de descansar el anhelo en quienes nos han de remplazar mañana.
Arciniegas ha sabido conjugar su papel de maestro de las juventudes con el de eterno estudiante, quizás porque a lo largo de su vida, como se aprecia en su obra, ha conservado su curiosidad, entusiasmo y capacidad de asombro y una deliberada informalidad, como rechazo a la rigidez del erudito, que se ciñe en exceso a los datos históricos, para Arciniegas siempre matizables, pues ante el rigor científico él opta por la imaginación y la magia, como si obedeciera el secreto impulso de ser un muchacho irreverente.
Cuando publicó en 1932 su primer libro, El estudiante de la mesa redonda, Hispanoamérica vivía uno de los momentos más intensos de su vida política e intelectual. Paraguay y Bolivia se enfrentaban en la guerra del Chaco; Chile asistía a un periodo de inestabilidad entre golpes de Estado y gobiernos que se proclamaban socialistas; en Perú eran reprimidos los comunistas y los apristas y encarcelado Víctor Raúl Haya de la Torre; y en El Salvador eran masacrados 3.000 campesinos y asesinado el líder Farabundo Martí.
A estos acontecimientos sociales y políticos hay que sumar el impacto de las vanguardias artísticas y el clima de renovación, negación y contradicción, generalizados en el mundo después de la primera guerra mundial. Durante las primeras décadas de siglo XX en Hispanoamérica se vive bajo el influjo de dos sentimientos: desencanto, frente a un proyecto fracasado de modernización, iniciado a mediados del siglo XIX; y entusiasmo, debido en parte a la corriente «mundonovista» que veía en el Continente el terreno propicio para todas las utopías.
El «mundonovismo» que se proyectó en varias direcciones, en literatura desarrolló dos vertientes claramente definidas: una que convirtió el paisaje en protagonista de sus ficciones, con la tesis de que el reto civilizador consistía en domar esa naturaleza salvaje —con exponentes como Gallegos—; otra que descubrió la magia de su paisaje y de su historia, desarrollando la teoría de lo «real maravilloso» —con novelistas y ensayistas de la dimensión de Carpentier, éste de filiación claramente surrealista.
La filiación política de Germán Arciniegas es la de Raúl Haya de la Torre, fundador del APRA, cuyo programa se resume en estos puntos: 1) acción contra el imperialismo norteamericano, luego ampliado a todo imperialismo; 2) la unidad de América Latina; 3) la nacionalización de las principales riquezas y tierras; 4) internacionalización del Canal de Panamá, es decir, la panamericanización; 5) solidaridad con todos los pueblos y clases oprimidas del mundo.
Tales principios fueron duramente criticados por Mariátegui, que desde el marxismo los encontraba inservibles para resolver los problemas sociales y políticos. Y es que para la izquierda hispanoamericana el aprismo, estatalista/populista, alimentaba el afán civilista de la burguesía y los grupos financieros extranjeros apoyando las democracias capitalistas y demagógicas. Esta es una de las razones por las cuales el liberalismo de ensayistas como Arciniegas no tuvo ninguna aceptación en los círculos políticos e intelectuales de izquierda.
En Colombia el partido liberal que había quedado destrozado militar y organizativamente desde su derrota en la guerra de los Mil Días, seguía nutriéndose a principios de siglo XX de las mismas fuentes ideológicas que había profesado en el XIX, por lo que la juventud comenzó a abandonarlo y a adherirse al pensamiento socialista sin tener una claridad de conceptos, como sugiere Álvaro Tirado Mejía . Lo cierto es que muchos políticos no veían la necesidad de crear un nuevo partido, si dentro del liberalismo cabían las reivindicaciones de los trabajadores. Es entre 1930 1946 que el partido se recupera, estableciéndose la república liberal con Enrique Olaya Herrera a la cabeza y posteriormente con Alfonso López Pumarejo, quienes emprenden una serie de reformas para adecuar el Estado a las nuevas situaciones sociales.
Ya a finales de los años veinte, el líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, se vinculaba a las luchas campesinas que reivindicaban el derecho a la tierra, junto con otros liberales de izquierda. Este sector del partido liberal expone un proyecto de ley para la protección de los cultivadores. Y es que no sólo fueron de la izquierda las preocupaciones sociales de las clases menos protegidas en Colombia.
Desde el marxismo se le podría reprochar a Arciniegas no haber denunciado la responsabilidad del Estado durante el periodo de la violencia; no oponerse a la postura de la oligarquía colombiana liberal y conservadora que funcionado como clase, más que como partido, fue cómplice de los crímenes desencadenados el 9 de abril de 1948, cuando, tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el pueblo se amotinó en la ciudad de Bogotá. Este enfrentamiento entre los sectores liberales de la clase popular y las oligarquía trajo como consecuencia el desalojó de sus tierras y el asesinato de más de 200.000 campesinos liberales.
El periodo transcurrido entre 1949 y 1962 es una franja que permanece como una herida en la conciencia nacional de los colombianos. Los hechos, sin duda, exigían una respuesta de la inteligencia y, pese a la atmósfera sombría de aquellos años y a los obstáculos que el gobierno puso a quienes quisieron esclarecerlos, escritores como García Márquez y Mejía Vallejo, señalaron el horror, inaugurando un género que se designa como «novela de la violencia». El poeta Gaitán Durán, fundador de la revista Mito criticó la hipocresía de la clase dirigente. Tachado de comunista por la derecha y de reaccionario por la izquierda, Gaitán Durán defendía el «compromiso ético» del escritor y desde su revista cumplió la tarea, no sólo de poner al día a sus lectores, sino de despertar su sensibilidad hacia las causas sociales nacionales, desde las corrientes de pensamiento del siglo XX, como el marxismo y el psicoanálisis, haciendo posible una nueva interpretación de los hechos.
Precisamente en 1952 Arciniegas escribe Entre la libertad y el miedo, un largo reportaje sobre la situación de Hispanoamérica que vivía violentos fenómenos como el fascismo, el nazismo y el peronismo, entre dictaduras que atentaban contra la democracia. El libro se publicó originalmente en inglés en Nueva York en una época en que allí se juntaban asilados políticos de distintas repúblicas hispanoamericanas y Arciniegas participaba en fiestas que se organizaban a favor de distintas causas sociales, una de ellas era auxiliar a Fidel Castro en su lucha contra Batista.
En aquellos años, siete dictadores atentaban contra la libertad en Hispanoamérica: Batista, Somoza, Rojas Pinilla, Pérez Jiménez, Perón, Trujillo, Stroesner, Herández Martínez y Carías. Fueron ellos los que dominaron la vida del continente a lo largo de tres décadas. Entre la libertad y el miedo se publicó al poco tiempo en español en México y en Chile. El libro fue prohibido en unos diez o doce países y obviamente en Colombia donde circuló clandestinamente durante el gobierno del conservador Laureano Gómez. Con el ascenso de Rojas Pinilla, los libros que llegaron de Buenos Aires a Bogotá fueron mandados a quemar por el director en la aduana. Acusado de comunista por el gobierno de Colombia, Arciniegas fue detenido en Ellis Island cuando pretendía entrar en Nueva York.
El libro que es una crónica fundamental para comprender la tragedia hispanoamericana en sus intentos por instaurar las democracias resultaba provocador. Los dictadores mencionados son los protagonistas de los inverosímiles atropellos de que fueron víctimas los pueblos en aquellos años y en él su autor cuestionaba con los hechos el lenguaje oficial tan ajeno a la realidad política.
La Acción Democrática de Venezuela y el APRA del Perú, que llegaron a constituirse en mayoría, fueron anulados como organizaciones políticas por los dictadores, y sus dirigentes encarcelados y desterrados. En el capítulo X titulado «Cómo se destruye una democracia: Colombia» Arciniegas revisa los orígenes de la democracia en su país, desde las diferencias entre Bolívar y Santander hasta la dictadura de Rojas Pinilla. De la violencia desencadenada el 9 de abril de 1948 responsabiliza a un «grupo revolucionario» que se apodera de las emisoras, incitando al pueblo al saqueo, dando ordenes de asalto y «atemorizando al gobierno». Su dimensión, obviamente, es la de un liberal que defiende la democracia, pero que también es capaz de señalar a los responsables políticos como Laureano Gómez, favorable a Franco, a Hitler y a Mussolini.
Con este libro Arciniegas demuestra una vez más la dimensión americana desde la que ha juzgado la historia, revisando los procesos históricos que en diferentes países hispanoamericanos han conducido a las dictaduras. En una entrevista con Cobo Borda Arciniegas define su posición frente a los acontecimientos de su tiempo: «Nuestra generación, de los Nuevos, bajo el influjo de Ariel de José Enrique Rodó y en contra de la política expansionista de Teodoro Roosevelt, fue una generación que bregó y luchó mucho por la unidad latinoamericana. Por el conocimiento de lo nuestro. Eso está presente en todos mis libros y en todas mis revistas».
Pese a la enorme popularidad de su obra, por su carácter polémico, por su irreverencia e ironía al abordar temas como la conquista de América y las complejas relaciones entre Europa y América, ésta no contó con una estrategia crítica que la acogiera en su país entre los círculos intelectuales de los sesenta y setenta —cuando el compromiso se medía por su adhesión o rechazo a la revolución cubana—, sino hasta los ochenta cuando se le empezó a reconocer entre los historiadores, a su regreso de Venezuela para ocupar los cargos de decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Los Andes y de Presidente de la Academia de Historia en Colombia. No obstante, su lugar siguió siendo el de los círculos oficiales, ya que entre los intelectuales de izquierda se le miraba con desconfianza.
Al margen de las virulentas polémicas en torno a la postura de un intelectual frente a la realidad de su tiempo, desde las más radicales como la de Benedetti, hasta las que defienden el compromiso de un escritor sólo con y dentro de su trabajo literario, el mérito de Arciniegas hay que buscarlo, más que en el «decir» mismo, en su manera de «decir». Pues esa manera es la sustancia misma de su ser y la esencia de su moral.
Desde la fenomenología que no pretende de demostrar nada, sino enseñar a ver, el mérito de este ensayista se encuentra, desde mi punto de vista, en la manera como él ve los problemas, en la orientación de su mirada y en la cálida relación que establece con el lector, al adoptar un tono confidencial e informal, como si se tratara de una charla entre amigos. Maestro de un género tan híbrido como molesto, Arciniegas no puede ni debe ser clasificado. Contradictorio y paradójico, como Borges, tanto su «hacer» como en su «decir» no parece tener otra intención que la de enseñar otra cara de la historia. Como ensayista, su mérito está en descubrir la magia de los acontecimientos que hicieron posible el hecho americano, desde su concepción hasta su realización —para él, aún en proceso—, pues América es, según nos la enseña, una realidad, sucediéndose, es decir, un ensayo.
Si Alguna incidencia ha tenido la obra de Arciniegas entre sus lectores ha sido más por la relación que establece con ellos, que por su papel dentro de la política nacional e internacional, aunque su participación fue significativa. Como activista estudiantil y como artífice de la reforma universitaria en los años treinta cumple el papel social de un intelectual que quiere modificar su entorno, dentro de los mecanismos del sistema democrático.
Como ensayista, Arciniegas fija los rasgos de lo americano en una extensa obra que abarca más de cincuenta títulos en los que cabe de todo: la historia, los seres humanos, la naturaleza, la poesía, las costumbres, la magia, en libros como Biografía del Caribe, América mágica, El continente de los siete colores, o El caballero del Dorado. En ensayos como América tierra firme es evidente su apropiación del modelo de Montaigne tanto en la estructura del texto como en los recursos que utiliza para persuadir al lector.
Para convencer al lector Arciniegas no sólo recurre a argumentos como el determinismo ambiental y una perspectiva desde la diferencia, sino que refuerza sus afirmaciones bajo la forma de un testimonio personal. Y para rematar su exposición de motivos, se dirige a sus lectores como si buscara la complicidad de los amigos. Tal defensa de lo americano es sin duda una reacción entusiasta, posible gracias al clima creado por las vanguardias de las primeras décadas del siglo XX. Arciniegas es uno de esos americanos que, como Asturias, realizaron el viaje a Europa que resumía la quimérica búsqueda de la modernidad de sus antepasados. Pero al llegar a la mítica ciudad de París donde se ensayan innovadoras propuestas estéticas y se lanzaban demoledores manifiestos contra la razón y las costumbres burguesas, redescubrieron el pensamiento mágico y el arte primitivo de las culturas pre colombinas, sumergidas por siglos de dominación europea.
Esta situación, que sin duda sacudió la conciencia de los americanos, contribuyó a elevar su auto estima y les aportó elementos para superar el tradicional complejo de inferioridad frente a Europa. Si bien, Bolívar y Martí proclamaron con urgencia la necesidad de crear modelos adecuados para superar la dependencia cultural frente a las potencias europeas, los intelectuales se quedaron atrapados en las oposiciones barbarie/civilización, atraso/ modernidad, tradicionalismo/cosmopolitismo, etc, en las que entraban en juego la defensa o el desdén de lo propio frente a lo foráneo.
Con las vanguardias se rompe, al menos al nivel del discurso, esa falsa dicotomía. Lo foráneo se asimila y cuestiona. Lo propio se redimensiona —desde las corrientes de pensamiento europeas—, se le asignan nuevos valores. La sustancia literaria que proporciona la naturaleza americana, se moldea con técnicas, como las propuestas por el surrealismo. Por eso no debe extrañarnos que un ensayista como Arciniegas cuestione en 1937 las teorías de los europeos, oponiendo a sus clasificaciones la diversidad; a sus generalizaciones, la pluralidad; presentando de manera original los hechos de la historia (textos, crónicas, etc); aportando argumentos medio ambientales, apelando a la ironía y al humor —que son tan vanguardistas—, ofreciendo su experiencia y su perspectiva: la de un americano que se niega a ser clasificado y encasillado en los moldes euro centristas.
Abordar el tema del mestizaje desde la perspectiva de un americano, como ocurre con Arciniegas, implica desvelar el ser interior y abrir una vía para el conocimiento de ese ser que se define, siempre en relación a Europa y a los Estados Unidos. Las relaciones con lo europeo, como se ve en una larga nómina de ensayistas, suscitan grandes polémicas. Mariátegui, Alfonso Reyes y Baldomero Sanín Cano, difunden las corrientes europeas en Hispanoamérica, pero también vuelven su mirada sobre las culturas indígenas, intentando ofrecernos una imagen más real del ser americano
Germán Arciniegas comparte muchas de las opiniones de estos ensayistas, a las que añade argumentos sugestivos. Se trata de una mirada que se centra más en lo que América le aportó a Europa que en lo que ésta legó. Al igual que Sanín Cano, considera que los valores europeos no son los únicos válidos y que, por el contrario, no son los más indicados para explicar lo americano, que no puede ser interpretado desde la lógica, sino desde la magia y la poesía.
Después de la Segunda Guerra Mundial empiezan a advertirse en Hispanoamérica los síntomas de un conflicto generacional. En Europa, como sabemos, el desencanto y la crisis dan lugar a las corrientes estructuralistas ahistóricas y deshumanizadoras de los procesos sociales. Las estructuras representan las realidades. La irrupción de los medios masivos de comunicación permiten que América descubra el mundo y se descubra a sí misma. La crítica al pasado es despiadada. Hay una suerte de conciencia moral que invade la producción literaria de la década de los cincuenta.
No cabe duda que esa búsqueda de una forma de expresión está íntimamente unida a una voluntad de ser que se aprecia claramente en la obra de Arciniegas. En un artículo publicado en 1992, éste confirma la idea de un ser americano en proceso formativo: «El hombre americano en último término va a ser una creación civil de convivencia que al cabo de cinco siglos, reduzca al bárbaro de Europa y al salvaje de lo que se llamó las Indias Occidentales, a convivir».
La gramática de Arciniegas, que abunda en plurales, diminutivos y formas verbales como «poder ser», «va a ser», «llegar a ser», etc, no obedece a lo que algunos llaman voluntad de estilo, sino a la necesidad de expresar, primero, un concepto del ser humano como proyecto, como posibilidad —no se confunda este concepto con la idea de que los americanos son inmaduros—; segundo, una voluntad de «ser americano»; tercero una necesidad de escapar de las generalizaciones; y, por último, un placer de ser distinto, inclasificable, diverso, plural, indisciplinado, irreverente. Así se asoma al siglo XXI este eterno estudiante de noventa y ocho años que aún conserva su capacidad de asombro y su habilidad para volver insólito e irrepetible cualquier elemento de la realidad americana hacia donde dirija su mirada.