Nació en Córdoba el 6 de septiembre de 1893. Líder por antonomasia y dotado de gran capacidad intelectual, Enrique Barros se erigió como uno de los gestores estudiantiles más destacados de la Reforma Universitaria de 1918. Conformó, junto a Bordabehere y Valdés, el triunvirato presidencial de la Federación Universitaria de Córdoba (FUC), vanguardia estudiantil que asumió la conducción de la gesta reformista. Además, fue el primer director de la Gaceta Universitaria y unos de los firmantes del Manifiesto Liminar. Participó como delegado de la FUC en el Primer Congreso Nacional de Estudiantes Universitarios y encabezó la toma del rectorado de la Casa de Trejo, donde 83 estudiantes pusieron en vilo a las autoridades universitarias y a las fuerzas del orden. Fue hábil en la acción, siendo tan activa e intensa su participación durante la Reforma que incluso se convirtió en hombre de consulta del presidente Hipólito Yrigoyen y vocero estudiantil. En octubre de 1918, estudiantes anti reformistas ultra conservadores clericales atacó a Barros en el Hospital de Clínicas, donde se desempeñaba como practicante, siendo apaleado con barras de hierro envueltas en diarios. Las gravísimas lesiones le produjeron parálisis total, teniendo que afrontar 16 cirugías que solo le pudieron restaurar la movilidad del lado derecho de su cuerpo. Finalmente, en una operación extraordinaria para la época, le colocaron una placa de platino en el cráneo.
Egresó como doctor en Medicina y Cirugía el 1° de mayo de 1920 y posteriormente se trasladó Alemania con una beca para realizar la especialización en neurología en la Universidad de Friburgo. Desde allí realizó las gestiones correspondientes para que la UNC pudiera contar con los primeros grandes profesores extranjeros que vinieron de visita en esa década, como el eminente economista Dr. Alfons Goldschmidt y el destacado médico fisiólogo Georg Nicolai.
Además de la hemiplejia y la renguera, toda su vida tuvo que soportar crisis cardíacas, punzadas en la cabeza, temblores y fuertes dolores en la pierna. A pesar de todo, su brillante cerebro permaneció intacto. Poseedor de una cultura general envidiable, llegó a dominar cuatro idiomas: inglés, alemán, francés y portugués. Su sabiduría era inagotable: pluralista, librepensador y comprometido socialmente. Fue definido como un amigo accesible, paternal, con un extraordinario sentido del humor y conceptuado como guía de conducta. Su consultorio, emulando a Alfredo Palacios, fue célebre por su postura de no cobrar honorarios a los pobres y a su vez era lugar de reunión de los estudiantes reformistas.
Su regreso como reformista se detuvo en 1923, la evolución reformista se había detenido y la reacción amenazaba con sentar sus reales nuevamente en la Universidad, por eso no pudo incorporarse a su magisterio y se entrego de lleno a su profesión y a la investigación Enrique Barros era médico clínico y pudo haber ganado el Premio Nobel por su descubrimiento acerca de la Psitacosis. Alrededor de 1929 se desencadenó una pandemia de lo que se suponía podía ser «gripe» o «influenza» ,»neumonía» y hasta «tifoidea». El brote reapareció en Buenos Aires en 1940. Fue él quien descubrió que se trataba de una enfermedad transmitida por las aves exóticas que se había diseminado durante una exposición de pájaros tropicales que había visitado Córdoba. La verdad es que investigó y escribió por «los argentinos». Su trabajo de investigación le valió reconocimiento mundial y fue invitado a exponer en los más acreditados centros médicos de Europa. Quedó huérfano de padre durante su niñez, por lo que tuvo que trabajar para costearse los estudios. Quedó rengo pero en pleno uso de sus facultades mentales. Sufrió toda su vida de crisis cardíacas y fuertes dolores en la pierna. Uno de los atacantes fue a visitarlo al hospital, a pedirle perdón y él le contestó: “¡Son cosas de muchachos!”. Tenía su consultorio en calle Ituzaingó. Siempre recibía a los estudiantes, escribía artículos y discursos a mano, en papel borrador y con birome a veces en lápiz, su secretaria los pasaba a máquina y se los llevaba a Luis Remonda, director del diario “La Voz del Interior” o a quien le indicara.
Tal vez, el recuerdo más importante fue su famoso discurso «Cachorros de la Reforma», que pronunció el 3 de octubre de 1958 durante un acto público de la FUC. Lo hizo luego de que el Congreso Nacional, durante una sesión vergonzosa en la que hasta se llevó a legisladores en camilla para votar, aprobara la creación de universidades privadas. Apostado en la escalinata de la base de la estatua de Vélez Sársfield –que entonces estaba en el centro de la rotonda donde desemboca la avenida del mismo nombre- se ubicó al orador. Había recibido amenazas de muerte si insistía en cerrar el acto. Los estudiantes formaron un escudo humano para proteger su cuerpo. Miles y miles lo rodeaban por todas partes así, pronunció su arenga más famosa y su herencia a las futuras generaciones, su voz, a veces, se entrecortaba por la emoción.
Barros llevaba el bolsillo de su chaleco un papel escrito de su puño y letra, que decía textualmente: «Yo, Enrique Barros, en pleno uso de mis facultades mentales y sabiéndome aquejado de una dolencia que en cualquier momento puede hacer crisis, prohíbo que en tal caso, ni vivo ni muerto, llegue hasta mí un sacerdote de la religión católica apostólica romana, a la que considero la negación de la doctrina de Cristo.» Finalmente, le llegó su hora: murió de un ataque al corazón en 1961, se cree que fue en su consultorio. Sobre su escritorio había dejado el borrador, escrito a mano y en lápiz, de su último artículo: «Eichmann: el gaucho malo de La Pampa». Susana Tampieri, quien se desempeñó hasta el último de sus días como su secretaria ad honoren pasó ese artículo a máquina entre irrefrenables sollozos y se lo entregó a Remonda para su publicación. Ella aún conserva el original. Falleció el 25 de marzo de 1961.