HISTORIA DE UNA FOTO
Ayer, María Julia, Marcos y yo fuimos a visitar a la única tía que nos queda. Marta es hermana de mi madre -que murió hace poco más de un año. Hoy tiene ochenta y tantos. Aunque ya no vive allí, todo su lenguaje (palabras, giros, entonaciones, brusquedades plebeyas…) tiene la marca de un barrio de Córdoba en el que, según mi escucha al menos, quienes son oriundos de él pueden reconocerse por su manera de hablar: San Vicente. Mientras pasaba la tarde, el barrio San Vicente aparecía una y otra vez. Y una y otra vez apareció el nombre de Malanca, de cuyas hijas Marta es muy amiga desde que eran niñas. En los años 40 y 50, el pintor José Malanca era cliente de un negocio que atendía mi abuelo materno, a pocos metros del mercado de San Vicente. De esa relación ocasional nació la amistad de las hijas. Ayer pude ver hasta qué punto Malanca es omnipresente en la casa de Marta: afiches de muestras, cuadros originales, folletos…
Entonces recordé que hace unos años Marta me obsequió la foto de José Carlos Mariátegui tomada por Malanca que está abajo, y que en su dorso dice: “Mariátegui. Para Martucha. Foto sacada por Tatita en 1929. Eran íntimos amigos”. Esa foto me llevó, hace un tiempo, a reconstruir la historia de amor entre Malanca y Blanca del Prado. Es esta:
Muchas imágenes atestiguan la cercanía que en los años 20 tuvieron Blanca del Prado y José Carlos Mariátegui –con apenas dieciséis años, apadrinada por el poeta José María Eguren, Blanca comenzó a publicar sus poemas en Amauta como “Blanca de Asís”. En esas fotografías, el autor de los «Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana» está siempre en el centro, sentado en la silla de ruedas que debía usar por haberle sido cortada una pierna, rodeado por amigos y amigas con quienes compartía tertulias. En muchas de ellas aparece Blanca (al igual que su hermano Jorge, encumbrado dirigente del Partido Comunista Peruano), que había nacido en Arequipa en 1903 y en el momento en que esas imágenes fueron tomadas era una veinteañera.
Hacia fines de 1929 concurrió a una exposición montada en Lima por un pintor cordobés que, de paso por allí, recorría América con su paleta. Queda encantada con lo que ve, pero en esa ocasión no conversa con el artista. Lo hará pocos días más tarde en casa de Mariátegui, que en la Navidad de 1929 la invita a almorzar, al igual que a José Malanca, para que se conocieran. En esa ocasión fue tomada la fotografía que motiva este apunte.
Durante el convivio limeño, Mariátegui se interesaba por su relato de las revueltas estudiantiles de 1918 -era un testimonio de primera mano, pues aunque Malanca no era estudiante de la Universidad había participado de la insurrección-, y lo designó corresponsal de Amauta y de Labor durante sus viajes por América Latina.
Volvió a Córdoba a comienzos de 1930 pero no olvidó a Blanca del Prado, con quien mantuvo en los meses siguientes un recatado epistolario de amor. Cuando en septiembre de ese año la muchacha de Arequipa aceptó venir a vivir a Córdoba, Mariátegui ya había muerto en abril, en medio de intensos preparativos para trasladarse a Buenos Aires y escapar del acoso policial, los continuos allanamientos en su casa de la calle Washington Izquierda y las requisas de su biblioteca, que le hacían imposible su permanencia y su trabajo en Lima.
Tras un rápido casamiento, Del Prado y Malanca vivieron durante algún tiempo en Los Gigantes y en Cuchicorral cumpliendo tareas rurales, hasta que el pintor obtuvo un empleo en el Museo Caraffa y se trasladaron a la ciudad. En 1931 comenzaron a construir la hoy vieja casona de la calle Juan Rodríguez en el barrio de San Vicente (cerca de la casa de su amigo Francisco Vidal, en la calle Agustín Garzón, y no lejos de la de mi abuelo, en la calle Estados Unidos).
Blanca y Malanca, en tanto, habían adquirido en 1937 una vieja finca en La Estancita, llamada “La huerta de los álamos”, donde construyeron un rancho -que luego fue una casa-, plantaron árboles e hicieron una piscina que aprovechaba el agua del arroyo. Blanca del Prado murió en 1979 en su residencia de San Vicente (doce años después que su compañero falleciera en un pueblito de La Rioja llamado Angulos, donde había ido a pintar).
Aunque yo era aún un niño la única vez que la vi, recuerdo su mirada diáfana y serena. En enero de 1976 -para pasar allí las vacaciones y sentirse más a resguardo de la Triple A-, mis padres alquilaron una casita, bastante alejada de la principal, que se hallaba en alguna parte de “La huerta de los álamos”. De esos días en La Estancita, recuerdo solo dos cosas: que mi padre usó todo el tiempo que pasamos allí para leer, encerrado en una de las habitaciones, los dos tomos de «El Don apacible» de Mijaíl Shólojov; y, no sé por qué, el rostro de Blanca del Prado –en ese momento para mí era solo la señora dueña de la casa. Hoy me pregunto si entonces recordaba aún el mitin del 16 de junio de 1935 contra la guerra, en el que fue oradora principal junto a Deodoro Roca, Tristán Marof y Arturo Orgaz. Y si recordaba todavía las conversaciones que mantenía con Mariátegui (su imagen de amigo mayor debía parecerle ahora casi la de un niño) en una casa de Lima, antes de abandonarlo todo por seguir un amor y venir a vivir a Córdoba, para siempre.
Por elemental materialismo de la imaginación atribuimos a los objetos un poder revelador del que carecen las palabras; establecen un vínculo en el tránsito catastrófico de las generaciones que evita su completa dispersión en la inconmensurabilidad del tiempo. Transmiten, por pura paradoja, lo que no existe más. La materialidad de los objetos que nos llegan misteriosamente en su rumbo incierto (una fotografía, por ejemplo) son siempre restos de un naufragio, o reliquias de un mundo desaparecido cuya existencia solo gracias a ellos podemos saber que fue real («si sueñas con el Paraíso y despiertas con una rosa entre las manos, ¿entonces qué?»). Porque, ¿qué sería de la aventura humana sin objetos a descifrar; sin objetos que prueben la existencia de otros y de otras en la anterioridad imaginaria del tiempo?
Gracias Marta por esta conversación que rondó San Vicente, que rondó Lima, que rondó La Estancita y otros lugares más, una tarde de mayo que pronto se habrá perdido para siempre, como para siempre se perdieron las que vieron jugar a tres niños en un patio de la calle Estados Unidos, muy cerca del mercado.